La paradoja de una herida
A partir de una serie de preguntas, el sacerdote Javier Melloni sj, nos invita a mirar «nuestras balas de cañón personales y colectivas» para como Ignacio de Loyola, vivir una transformación de mente y corazón.
La paradójica celebración de una herida
Por Javier Melloni, SJ
Cova Sant Ignasi – Manresa, España
Es extraño que celebremos el quinto centenario de una herida, los quinientos años de una brusca y no buscada detención. ¿Cómo podemos celebrar una derrota, un fracaso, un dolor? En ese desconcierto comienza nuestra historia. ¿De dónde a dónde nos conduce esta lesión? ¿En qué hemos sido vulnerados o en qué hemos de ser todavía traspasados para que nos acerquemos a la detención que vivió Ignacio en Loyola primero y en Manresa después?
Una bola de cañón fue el medio divino para su conversión. También cada uno de nosotros ha recibido esa bombarda, por lo menos, una vez en su vida, o las veces que han sido necesarias para re-direccionarnos, para recordarnos que andábamos distraídos. Esa bombarda ha sido contundente y esa herida ha sido proporcionalmente profunda a nuestra distracción o desorientación.
¿No es algo similar a lo que también ha sucedido en nuestra biografía colectiva con la Pandemia? ¿Qué adversidad poderosa ha sido capaz de detenernos para ponernos en cuestión, semejante al golpe que recibió aquel soldado aproximadamente a sus treinta años, tiempo suficiente para haber recorrido territorios erráticos y tiempo también suficiente para poder rectificarlos y emprender el camino en la correcta dirección? ¿No es este nuestro tiempo? ¿No es acaso esta nuestra oportunidad?
¿Dejaremos que la celebración de este quinto centenario se quede en mera nostalgia o en una cosmética litúrgica, o seremos capaces de identificar nuestras propias heridas –las de cada uno, y también la colectiva, hecha todavía más patente a causa de la Pandemia- para convertirla en oportunidad de que en nosotros también se produzca una metanoia, una transformación de la mente y del corazón, que nos haga más capaces de responder a la voz de Dios?
¿Seremos capaces de cambiar nuestra identidad postiza para convertirnos en peregrinos, cojos para siempre como Ignacio -marca del paso de la gracia a través de nuestra vulnerabilidad- y como Jacob también, que caminó herido desde entonces tras su combate con el ángel? En ese combate, Jacob –que luego será Israel- dejó de ser un adolescente huidizo para convertirse en un ser humano capaz de afrontar los conflictos que tenía ante él. También Ignacio dejó de ser un joven ambicioso y errático en busca de su propia gloria para salir en pos de su Señor y de su Reino.
En el lecho convaleciente –personal y colectivo- en el que nos encontramos, ¿seremos capaces de distinguir nuestras fantasías de la verdadera llamada para la que hemos nacido, y que conjuntamente hemos de escuchar? ¿Seremos capaces de distinguir las satisfacciones que nos intoxican de las llamadas que nos desinstalan y nos ponen en camino?
Cuando hayamos emprendido la marcha hacia nuestra Jerusalén, ¿estaremos dispuestos a detenernos tantas veces como sea necesario, como le sucedió a Ignacio en Manresa, y descender a nuestros propios infiernos, a nuestras propias sombras, para recoger todos los residuos que hemos dejado en ellas?
¿Estamos realmente dispuestos a ver todas las cosas nuevas? ¿Dejaremos que a través de esa herida entre una Luz que nos deje ciegos de lo que ya sabemos para recibir una comprensión de Dios, del mundo y de nosotros mismos que todavía desconocemos?
Si es así, esa herida se habrá hecho fecunda en nosotros y habrá tenido sentido celebrar este quinto centenario, que tiene el riesgo de desmantelarnos como hizo con el benjamín de los Loyola. Dispongámonos a ser puestos en una nueva dirección, no la que elijamos nosotros sino la que se muestre cuando, escuchando, lleguemos a discernir la Voz de Dios.
¿No es esta la oportunidad que tenemos también planetariamente al experimentar nuestra vulnerabilidad colectiva?