Homilía 30 de agosto 2020
«Las lecturas de hoy muestran verdaderas batallas interiores que definen el sentido profundo de nuestra fe: la tentación de hacerse a un lado cuando el camino puede llevar al dolor y la cruz», se señala en la homilía. Ver texto completo.
Homilía 30 de agosto 2020
Hoy día las lecturas nos muestran verdaderas batallas interiores, luchas espirituales y discusiones sobre el sentido profundo de nuestra fe y sobre el modo de relacionarnos con Dios. El profeta Jeremías parece anticipar en su propia experiencia la contradicción vital que tendrá que enfrentar Jesús, lo que algunos teólogos consideran la verdadera gran tentación de su vida: dejar de lado el ministerio, la palabra, el anuncio que genera crítica y violencia en su contra en vez de adhesión. Hacerse a un lado de un camino que lo va llevando hacia una cruz. Y al mismo tiempo, el profeta también parece anticipar aquel fuego que arde en el corazón de Jesús y le impide, aún ante la expectativa cruel y violenta de la muerte, dejar de ser fiel a su misión: “Pero había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía”.
Sólo así se entiende la fuerza con que rechaza a Pedro y sus palabras. Porque Pedro, sin quererlo, está confrontando a Jesús con la tentación más grande de su vida. Lo está forzando a definirse frente a su gran batalla interior: ser fiel a ese fuego interior a pesar de estar conduciéndolo a la muerte, o apagar ese fuego y vivir sin conflictos. ¡Qué dura determinación! ¡Qué difícil encrucijada! ¿Qué escogeríamos nosotros? Sabemos, por otros pasajes de su vida, que Jesús, como cualquiera de nosotros, habría preferido no experimentar el rechazo y el sufrimiento: “aparta de mí este cáliz”. Y sabemos que al mismo tiempo, Jesús prefería ante todo ser fiel a su misión, al fuego que habitaba en su interior, costase lo que costase: “pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Lo que conocemos del Padre Hurtado no es tan diferente: un fuego ardía en su interior, un fuego que encendió otros fuegos. Pero no nos engañemos. Si bien muchos lo apoyaron y lo consideraron una visita de Dios en sus vidas, muchos otros lo criticaron con dureza, desde dentro y desde fuera. Pero había un fuego en su corazón y no podía echar pie atrás. El Señor lo había seducido y él se había dejado seducir por su amor. Un amor abrazador que tomó su vida entera. Como el profeta. Como Jesús. Como otros tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo y de tiempos pasados que han dejado la vida enamorados del Señor. Por ellos y por ellas damos gracias… al mismo tiempo que pedimos poder reconocerlos y acompañarlos y no ponernos en su contra. Porque la palabra y el fuego de aquellos que arden de amor por el Señor, de alguna manera siempre nos va a quemar, siempre nos va a incomodar, siempre nos va a cuestionar, siempre nos va a movilizar sacándonos de la comodidad a la que nos habíamos acostumbrado. Y siempre nos van a mostrar caminos insospechados de mayor plenitud de vida. Nos van a ofrecer una paz y una alegría antes desconocidas.
Pedro se había acostumbrado a pasar los días y las tardes con Jesús. A escuchar su palabra poderosa. A presenciar sus gestos milagrosos. ¿A qué viene ahora con eso de que va a sufrir y que va a ser rechazado y asesinado? No no, dice Pedro, eso a ti no te puede pasar.
¡Qué difícil es acoger el dolor y la fragilidad! ¡Tantas veces que, como Pedro, nos resistimos ante un Mesías sufriente! Igual que Pedro, no queremos un Mesías que nos acompañe en medio de los dolores, queremos un Mesías que nos quite los dolores. No queremos un Mesías que comparta nuestra fragilidad, queremos un Mesías que nos solucione nuestra fragilidad. No queremos que nos sostenga en el tiempo de la enfermedad, queremos que nos sane. Es cierto que aquí no hay puro egoísmo. Muchas veces no estamos pidiendo por nosotros, sino por los que amamos. Porque aún más difícil que experimentar la propia fragilidad, es ver sufrir a quienes amamos.
La antropología de Jesús, el sentido cristiano de la vida, nos pone ante una paradoja existencial: dar la vida es encontrarla, ser el último es ser el primero, servir es más bello que ser servido. “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?”. Jesús nos muestra un camino que todos los grandes hombres y todas las grandes mujeres y sabios y sabias de la humanidad han vislumbrando: el misterio del amor. Cuánto más nos damos, más no llenamos. Los papás y las mamás viven esta experiencia casi a diario con sus hijos e hijas pequeñas. No es una verdad tan extraña ni tan lejana a nuestra cotidianeidad. Sólo que hay otras fuerzas que nos tiran en direcciones opuestas y nos hacen resistir y temer. Entonces volvemos a escuchar la potente voz de Jesús: “Aléjate de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios”.
Pablo Castro Fones, sj.
Capellán SIEB.