Homilía: la ley más importante
En el Evangelio de hoy, los fariseos intentan poner a prueba a Jesús, preguntándole por la ley más importante. Frente a ello la respuesta que reciben es simple y radical: «amar a Dios y amar al prójimo». Ver homilía
Domingo 25 de octubre 2020; 30° del Tiempo Cotidiano
Homilía: la ley más importante
La verdad es que Moisés entregó muchas normas a su pueblo, no solamente las que aparecen hoy en la primera lectura del libro del Éxodo. Al menos podemos afirmar que el pueblo de Israel sintetizó en Moisés una serie larga de mandamientos que se comprendían como ordenanzas de Dios. De hecho, hay 613 mandamientos en el Antiguo Testamento. Los cristianos católicos y la mayoría de los cristianos, hacemos una lectura “desde Jesús” de todos esos mandatos. No nos guiamos por ellos literalmente. De hecho, no cumplimos uno de los más sagrados, el sabatt, porque celebramos la resurrección de Jesús acontecida el primer día de la semana, el que hemos llamado “domingo”. Muchos de las antiguas ordenanzas tienen que ver con cuestiones de vínculos sociales y de purificación y prácticas rituales. Pero hay muchos que tienen un fuerte contenido social: atender al huérfano y a la viuda, tratar bien a los migrantes extranjeros, no abusar de los pobres en los negocios y varios más en esa dirección.
La ritualidad ha cambiado a lo largo de los siglos. Incluso nuestra propia forma de celebrar los sacramentos ha ido variando, y mucho. Las costumbres y formas de relaciones sociales han cambiado muchísimo en nuestra sociedad a lo largo de los siglos. Sin embargo, las ordenanzas sobre el cuidado de los más pobres, los más desprotegidos, los excluidos de la sociedad, parecen tan actuales hoy día como hace milenios. No digo que busquemos la literalidad de lo que debemos hacer en la Biblia. Pero sí que desentrañemos de ella la orientación fundamental que debe guiar nuestros esfuerzos personales y colectivos.
En el Evangelio de hoy, a Jesús intentan ponerlo a prueba. Igual que el domingo pasado, a propósito de pagar los impuestos, la pregunta de hoy día no es inocente ni bien intencionada. Hay “mala leche”, quieren sorprenderlo en algún error. Con más de 600 mandamientos a cuestas, todos considerados sagrados, no es fácil responder. Pero Jesús no se enreda. Va al corazón del asunto. Toda la ley y los profetas se resumen en dos: ama a Dios y ama a tu prójimo. San Agustín, muchos años después, lo resumirá de modo parecido: ama y haz lo que quieras. Y San Ignacio nos alertará que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras.
Hoy día participamos como país de un acontecimiento notable: somos invitados a determinar, por voluntad libre de los ciudadanos y ciudadanas, si queremos una nueva Constitución y de qué modo queremos que se realicen los debates y propuestas subsecuentes. Como hombres y mujeres católicos estamos llamados a participar a la luz de nuestra vocación. Seguir a Jesús y vivir de acuerdo a las grandes orientaciones bíblicas no nos debería hacer dudar: es nuestro deber contribuir a la conformación de una sociedad más justa, igualitaria y solidaria. ¿Cómo se realiza y se concretiza? Eso ya no es materia bíblilica. Son opciones políticas diversas y válidas cuya única condición de validez es la capacidad de respetar al que piensa diferente, de participar democráticamente –sin coimas ni mentiras- en una elección abierta, y poner al centro el interés por el bien común y el bienestar de los más pobres. De esto no hay duda.
Podríamos citar aquí la misma frase que el Papa Francisco utiliza para decirnos a quienes debe privilegiar nuestra preocupación eclesial: “Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que ‘no tienen con qué recompensarte'» (Lc 14,14).
Nuestra fe nos compromete con el devenir de la historia y la suerte de los pobres. “Nadie puede exigirnos”, dice el Papa en Evangelii Gaudium, “que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. Una auténtica fe –que nunca es cómoda e individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra” (E.G. 183).
Participemos así hoy día en las votaciones y cada día en nuestras decisiones.
Pablo Castro Fones sj.
Capellán SIEB