Homilía, 11 de octubre 2020
Una de las imágenes favoritas de Jesús, es la de la mesa compartida. En el Evangelio de hoy nos habla de la «vestidura» para participar de esa mesa: la ropa de las bienaventuranzas. El traje de la misericordia. Ver más
Homilía
Una de las imágenes favoritas de Jesús, junto a las del campo y las siembras y cosechas, es la imagen del banquete, la mesa compartida. Jesús propone repetidas veces la comparación del reino de los cielos con un gran banquete. Es una imagen que ya ocuparon los antiguos profetas, como muestra hoy día la lectura del profeta Isaías: “El Señor ofrecerá a todos los pueblos un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos, medulosos, de vinos añejados, decantados”.
De hecho, a lo largo de su vida, Jesús participó de muchos banquetes y compartió la mesa con muchas personas. No sólo hizo su primer milagro en las bodas de Caná, sino que incluso fue acusado por sus enemigos de “borracho y comilón” y de “compartir la mesa con pecadores”. Compartir la mesa fue para Jesús, como lo es aún para la mayoría de los pueblos, el modo de entrar en la vida de una familia y de una persona, de hacerse parte de su existencia. Y finalmente, la mesa compartida fue su expresión final de entrega y amor en la última cena.
La mesa compartida es parte de nuestra existencia cotidiana. Algunos niños más pequeños, a propósito de la pandemia, aún se sorprenden y exclaman con gozo cada día: “vamos a comer otra vez en familia”, al ver a todos reunidos en la mesa del almuerzo. Es que compartir la mesa es una alegría en familia y entre amigos.
Pero la pandemia también nos ha mostrado ese otro rostro hermoso de una mesa o de una olla común compartida: la mesa solidaria, muy parecida a la mesa del reino que nos habla Jesús. Porque la mesa de Jesús y del profeta Isaías es una mesa abierta, con una invitación abierta, donde estamos todos y todas convocados. No es sólo para mis amigos y mi familia. O dicho mucho mejor, es una mesa donde a todos los comensales los experimento como mi familia y mis amigos, sea quien sea… esa es parte de la maravilla del banquete del reino.
Jesús agrega dos notas desconcertantes en la imagen del banquete de este Evangelio. La resistencia violenta de los primeros invitados y la expulsión del desubicado.
No debemos pasar por alto que Jesús les cuenta esta parábola directamente a los “sumos sacerdotes y a los fariseos”, con quienes ha estado en permanente conflicto respecto de la ley, la misericordia, el perdón de los pecadores, la soberanía del sábado y la participación de los excluidos en el banquete del reino. Jesús utiliza más de una vez la comparación con viñas y banquetes para manifestar que, aquellos a quienes Dios eligió, invitó y puso cargo de su casa, han descuidado y maltratado la herencia recibida. Así también utiliza mucha imágenes y comparaciones para manifestar que “lisiados, pecadores y prostitutas” entrarán primero en el reino de los cielos. ¿De qué lado nos ponemos nosotros? ¿Dónde estamos ubicados? A veces pareciera que nos parecemos a esos sacerdotes y fariseos que nos hemos apoderado de la herencia de Dios y hemos puesto pesadas cargas sobre los demás. El Papa Francisco, criticando cierto estilo clericalista de actuar –de sacerdotes y laicos incluidos- hablaba de la “aduana” llena de exigencias que le ponemos a las personas para encontrarse con Jesús en los sacramentos.
Pero entonces, si no hay aduana ¿por qué alguien es expulsado del banquete? No es tan extraño, me parece a mí. Que no exista una aduana se refiere a no poner trabas, a no hacer difícil el camino a quien desea recorrerlo. No ponerle obstáculos. Sin embargo, sí existen condiciones. Eso es claro y sí es requisito. Nadie va a la barra de la UC vestido con la polera de U y nadie asiste a un funeral en traje de baño, salvo que no desees estar ahí, que tu deseo sea causar molestia o dolor. Lo mismo en la fe, nadie pide al bautismo para sus hijos si no desea que conozcan y amen a Jesús. Nadie contrae matrimonio sacramental si no desea honestamente vivir el amor en fidelidad. Nadie debería rezar el Padre Nuestro si no está dispuesto a reconocer a todos y todas como sus hermanos y hermanas. No son aduanas, son condiciones que hace posible recorrer el camino.
Yo no me imagino a Jesús hablando de la ropa propiamente tal.Tratándose del banquete del reino, Jesús nos habla de la vestidura con que es necesario vestirse para participar de esa mesa, de las condiciones que se requieren para participar: la vestidura de la solidaridad, de la justicia, de la paz. La vestidura de las bienaventuranzas. La ropa de la misericordia. ¿Acaso podría participar del banquete del reino si voy vestido de orgullo y merecimientos y superioridad? ¿Puedo estar a esa mesa si no me importa la suerte de los pobres y me conformo con tener yo suficiente para comer sin determinarme a compartir con los demás? Seguro que no. Seguro que si soy avaro o envidioso o egoísta o me habita un sentimiento de superioridad, me rechinarán los dientes juzgando inadecuado que los “pecadores” estén allí.
Hoy se hace urgente vestirnos del reino para hacernos disponibles a compartir la mesa. Nos hemos ido esclavizando a nuestras opiniones a punta de juicios duros y de trincheras. El Papa Francisco nos llama a todos, creyentes y no creyentes, cristianos y no cristianos, hombres y mujeres de buena voluntad, a sumarnos en la causa de la mesa común, de la casa común, del bien común. En la causa de la solidaridad y de la justicia y de la paz. La crisis social de nuestro país y la oportunidad de forjar una patria justa e inclusiva no se realizará desde las trincheras sino desde el abrazo y el encuentro, desde el diálogo y el respeto, desde la diversidad, poniendo el bien común y la justicia por sobre nuestros propios intereses. Que así sea.
Pablo Castro Fones, sj.
Capellán SIEB